martes, 2 de septiembre de 2014

Oceanautas

ES MUY LINDO MORIR LLENO DE ESTRELLAS...

Alejandria, Egipto.

De madrugada salen al mar flotillas de "caiques", veleros griegos. Zarpan para las islas del Dodecaneso en misión de comercio. De polizón viaja en ellos la aventura. Al mediodía, el horizonte encrespado del Mediterráneo ya los ha escondido y queda en el aire una mezcla misteriosa de sombras de cruzados y aroma de vinos resinosos...
Cerca nuestro, amarrado al muelle real, el "Mahroussa", vate del rey Farouk, muestra sus líneas airosas. Fué un regalo de la reina Victoria de Inglaterra al sultán de Turquía hace ya muchas lunas. Sus cuatro mil toneladas eran movidas por dos enormes ruedas. Más tarde, varias operaciones plásticas redujeron su amplia crinolina de la época y hélices sustituyeron al primitivo sistema, dándole también más estabilidad. Su chimenea echaba humo día y noche, listo para zarpar en corto tiempo, precaución acertada, que oportunamente permitió el escape del rey para el exilio. A las siete de la mañana se abría una porta en el costado del buque y por una ancha planchada bajaba al muelle la banda de música, vestidos los hombres con uniformes de hilo blanco y desfilaban a los acordes del tango "Caminito". Se detenían al extremo del muelle, ejecutaban algunas piezas y retornaban a bordo tocando el vals "Sobre las olas". Al embarcar lanzaban tres hurras por el rey. Esta extraña escena se repitió diariamente durante nuestra estadía en Alejandría. El programa no variaba. Unos árabes que trabajaban en barcazas tarareaban el tango y a nosotros nos traía nostalgia de la Vuelta de Rocha. El hombre-bombo, que llevaba sus espaldas cubiertas con una piel de leopardo, era el último en desaparecer. Cerrada la porta, el barco volvía a su silencio habitual.
Una pequeña figura sentada a menudo al final del muelle, permanecía solitaria pescando. Era Víctor Manuel, rey de Italia en exilio. Varias veces quise acercarme a él, pero los agentes de la policía secreta que lo custodiaban no me lo permitieron. A unos quinientos metros, estaba fondeado el "Fakhr-per-el-Bihar", yate particular de Farouk, que lo acompaña actualmente en el destierro. Es un buque moderno de unas 1.500 toneladas, muy hermoso, y su silueta se destacaba sobre el fondo de mármol del palacio de "Ras-el-Tin", cola de rata, en egipcio. La ex "Meteor V", famosa goleta que fuera del kaiser Guillermo II de Alemania, y un bergantín noruego, comple- taban la flota personal del rey.
En aguas del club náutico estaba anclado un yate de buen tamaño que había hecho largas navegaciones. Su piel de velero estaba curtida por los monzones, pues había nacido en la India y era todo de teca. Nos hicimos amigos con su patrón, Otto, un alemán fuerte y cordial que rola al caminar. Le gustan las fiestas y contar cuentos que huelen a sal y a iodo y también a algas podridas. Nos juntamos a veces a bordo del "Malena", su barco. Tres navegantes noruegos que van de viaje a Durban y algunos capitanes vecinos, acuden también y el ron circula libremente, seguido por potes de cremoso café turco. Una noche viene a bordo Pantelís, capitán del "Sirocco". Es un griego de las islas, sombrío, reservado, que vive solo en su pequeño velero. Se sienta y nos observa con ojos cavilosos, que no pestañean. Otto, en su idioma bastardo de puerto, nos cuenta exagerados detalles de su última aventura. Estaba trabajando a bordo de un carguero, cuando cerca de Creta tropezaron con una mina. El barco vuela y se hunde. Otto y cuatro compañeros trepan a un pequeño bote salvavidas y por diez días flotan a la deriva bajo un cielo tórrido, hasta que una noche observan un buque tanque a estribor. Tienen una pistola Very de señales a bordo y les queda un solo cartucho. Esperan a que el buque se acerque y Otto dispara. La guardia observa las luces y los recoge. Hemos escuchado muchas historias sobre este tema y disimulamos un bostezo, pero Otto abre un cajón y saca una pistola Very. "¡Aquí está!", exclama entusiasmado mientras besa el rechoncho caño grasiento. "¡Me salvó la vida y quizá lo haga de nuevo! ¡Si alguien me atacara, le llenaría la panza de luz!". Pantelis mira el arma como fascinado. "Otto" -le dijo-; "¿me la prestarías con algunos cartuchos? Mañana zarpo para las islas, pero volveré dentro de una semana. Si me encuentro en aguas minadas, puede ser que las lindas estrellas me salven la vida, como salvaron la tuya, ¿no?". Otto se encogió de hombros. "Muy bien" -contestó-. "Aquí está, pero, por Dios, me la devuelves, ¿eh?". Nosotros nos desentendimos del asunto. Un periodista noruego había traído consigo un maravilloso "acquavit" y la reunión se tornó muy alegre. Canciones de los vikingos se alternaron con la versión árabe de "La muerte del gitano Juan Heredia". Pantelís se puso de pie y con voz muy fuerte cantó una balada griega. Otto me traduce las palabras de la canción. Tiene relación con los niños que iban a la escuela cuando las islas estaban ocupadas por los turcos. No se permitía a los escolares asistir a la misma. Así que ellos iban a escondidas durante la noche. Caminaban a la luz de la luna para "aprender a leer y explicarse los milagros de Dios". Pantelis canta; luego se serena. A media noche terminó la fiesta. Todos vuelven a sus barcos, mientras el poderoso destello del faro de Ras-el-Tin barre las tinieblas cada siete segundos y muestra la silueta blanca del "Mahroussa". La voz lejana de un marinero que llama a su barco encuentra eco y se repite en los muelles y galpones...
Al día siguiente oigo la voz de Otto que me llama desde el velero de Pantelis. "Venga a bordo, por favor!". Es tan poco usual que Otto habitualmente rudo, diga "¡por favor!", que saltamos a un chinchorro y remamos rápidamente hasta el balandro. Otto estaba preocupado. "Mire" -me dijo-; "esta mañana me levanté y vi que Pantelís no zarpó, como nos había dicho, ¿recuerda? Así que me llegué aquí para averiguar, y me encuentro que la cabina está cerrada por dentro y no hay señales de vida...". Sobre cubierta todo estaba en orden, los cabos adujados y las velas sin sus capas mostraban al "Sirocco" listo para partir. Dimos algunos fuertes golpes pero nadie contestó. Alarmados, limpiamos el vidrio de una lumbrera y en la media luz del interior vimos algo horrible. Rompimos con una palanca la puerta de la cabina, y adentro, tirado sobre una cucheta y en medio de un gran desorden, encontramos el cuerpo de Pantelís con la cara destrozada. Pedazos de carne y sangre salpican los mamparos y el olor de pólvora mezclado con el de la mugre de la sentina nos dió náuseas. La pistola Very tirada por el suelo. Sobre la mesa hay una esquela escrita en griego y dirigida a Otto. Éste la traduce: "Gracias por la pistola. Te salvó la vida y ahora salvará mi alma. De todos modos, es muy lindo morir lleno de estrellas...".
En este triste momento vinieron a mi memoria las palabras de la canción. ¿No habrá sido Pantelís uno de esos niños que iban a la escuela a la luz de la luna y cuyo recuerdo dejó en el hombre la impresión de un romanticismo salvaje?...
Días más tarde, al zarpar nosotros, Otto me regaló la pistola. Yo la conservo a bordo del "Gaucho". A veces, cuando la limpio y aceito y toco su caño frío, lo hago con recelo, como si acariciara a un perro mordedor...
(extracto del libro "67.000 millas a bordo del Gaucho", de Ernesto Uriburu, 1958)





El Gaucho de Ernesto Uriburu 



El diseño de Manuel Campos